¡Hola! Os recuerdo que esta sección la hago junto a mi amiga del blog Galería de una desconocida
y consiste en que le pedimos una foto cualquiera a uno de nuestros amigxs/familiares y a partir de ella hemos de escribir cualquier cosa que se nos ocurra. No hay límite de palabras, ni ha de ser de ningún estilo o tema en particular. La foto de la semana y su texto correspondiente es el siguiente. Espero que os guste :)
Antes de llegar a abrir los ojos noto cómo la cama se hunde
un poco a mi lado y ya sé que se trata del pequeño Gulliver. Como cada día puedo escuchar su jadeo para, segundos después, notar su lengua en mi mejilla.
Para variar, como cada día le respondo con un “¡buenos días a ti también,
chico!” mientras acaricio su cabeza.
A pesar de que son las siete de la mañana, hoy no tengo que
trabajar. El problema es que el pequeño Gulliver se ha acostumbrado a ser mi
despertador personal y no distingue un domingo de un lunes. Aun así yo nunca
fui una persona de las que se levantan muy tarde, por lo que no me molesta
estar despierto tan temprano.
Al incorporarme veo que el pequeño ha estado haciendo de
nuevo otra de sus trastadas y, aprovechando que por despiste me dejé el armario
abierto anoche, ha decidido esparcir la ropa que tenía doblada en la parte baja de
este por todo el suelo. Sinceramente, no es algo que me sorprenda; desde el
primer momento que lo vi junto a ella ambos supimos que no se trataba de un
perro fácil.
Tras cinco minutos ordenando la ropa que se encontraba
desparramada, veo que una de las camisetas se ha colado por detrás de las cajas
de zapatos y, en un intento de alcanzarla, la veo. Esa caja negra con remaches
plateados que llevaba meses sin cruzar mi mente y que, con un simple vistazo, puede
despertar tantos sentimientos distintos en mí. Aunque me encontraba un poco
reticente, decidí cogerla ya que tenía mucha mañana por delante y pensé que no
sería malo matar un poco el tiempo trasteando su contenido.
De esa forma, sentado en el suelo y con las manos un poco
temblorosas, abrí y giré la tapa para leer, de mi puño y letra, “Personas que
se fueron, notas que perduraron”. Y ahí está, todo aquello que escribieron las
que un día fueron personas realmente importantes en mi vida y, para qué
mentir, todavía siguen estando en el fondo de mi mente.
La primera nota que encuentro es la carta que me solía
mandar mi madre cada semana para preguntarme cómo iba “por las Américas”. A
pesar de que lo discutí muchas veces con ella, se negaba a que hablásemos por Whatsapp ya que decía que le quitaba encanto a la comunicación. Ahora me alegro
de su cabezonería porque así puedo releer las cartas y ver cómo, cada una de ellas, iba
acompañada de una foto que se tomaba con mi padre en un lugar distinto de todos
los que había frecuentado de forma asidua en mi infancia. Y es que mi madre no solo sabía
hacerme sentir cerca de ellos, sino también cerca de lo que hoy en día sigo
llamando mi hogar.
Dejo sus cartas donde se encontraban; apiladas en una
esquina de la caja para hacer hueco a otras notas como la primera carta de amor
que me escribieron (y la única), la hoja de dedicatorias de los amigos que hice
en un campamento de verano entre otras hojas adornadas con distintas caligrafías. Y es en un intento por recolocar todas
estas bien que viene la catástrofe; es ver ese sobre de color verde y siento como si
todas las cartas que hay en mi regazo pesasen toneladas en vez de gramos. El sudor
se acumula en mi nuca y yo solo tengo ojos para esa carta al igual que una vez
solo tuve ojos para ella.
Soy ridículo. Tanto que podrían hacer conmigo una viñeta de
las que publican los periódicos en forma de sátira. Me imagino en mi mente cómo,
un hombre de bigote espeso y café en mano, pasa las páginas del periódico para
ver un boceto de mí intentando ser aplastado por notas y más notas de gente que
se fueron y que solo dejaron retazos de papel para que los recordase. Tan increíblemente
amables o crueles que esas hojas fueron destinadas a que mi corazón nunca
pudiese sanar ni llegar a olvidarlos. Me cabreo conmigo mismo al pensar que
solo con llegar a ver esa carta puedo sentirme tan abrumado, como si las
paredes se me viniesen encima y, en un intento desesperado por salvarme, empujase
mis manos contra ella pero solo sirviese
para que venirme aún más abajo.
Casi diez meses después aquí sigo intentando pasar página,
pero la vida no me lo está poniendo fácil. Semanas tras leer la carta de
sobre verde me volví a encontrar a ese perro que en un futuro se convertiría en
Gullivert, mi fiel compañero. Esta vez ella no estaba a mi lado llevando ese
vestido de flores que le daba un aire parisino, ni era ella la que se intentaba
acercar al perro en un intento de lograr acariciarle; ahora solo estaba yo. Vestido
con mi chaqueta oscura para protegerme del frío y en cuclillas para intentar
acercarme al perro, le dije “ven chico, ¿te acuerdas de mí?” tras eso, aunque un
poco asustado, esta vez se acercó unos pasos. ¿Sinceramente? No necesité más.
Sé que él era merecedor de una segunda oportunidad y yo pensaba dársela ya que
ella me negó la mía tras su huida.
Ahora miro cómo Gullivert se encuentra sentado entre mis
sábanas, fijándose en mí con esos ojos limpios que solo pueden ser parte de seres con
mentes puras. Con solo una mirada y un movimiento de su cola, hoy Gullivert me recuerda
que, al igual que hubo muchas cosas que terminaron con ella, también hay muchas
otras que empezaron tras su marcha. Me siento más valiente y preparado, y
aunque todavía su recuerdo me duele, poco a poco me voy haciendo a la idea de
que no es más que otra de esas personas que pasan a formar parte de las que se
fueron y dejaron notas para el recuerdo. Así que, con el corazón menos desbocado y un pulso más
firme, saco la carta y comienzo a leer para intentar de una vez llegar a ese
punto en el que deslizar mi mirada por su letra deje de doler:
"Querido Lucas:
Te estarás preguntando qué hace una carta dirigida
hacia ti en..."
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